lunes, 16 de agosto de 2010

Las raíces africanas de la Argentina

Días antes del último 25 de Mayo, tuvo lugar una celebración de características particulares, a la que muchos coincidimos en llamar patriótica. El escenario de la fiesta fue la Casa de Gardel, que nos miraba desde su retrato entrecerrando los ojos bajo el ala del sombrero. Una fiesta con sorpresas, organizada por el joven antropólogo y musicólogo Pablo Cirio, un investigador apasionado y, por ende, intolerante, siempre dispuesto a luchar en defensa de su exclusiva y excluyente pasión: los negros de la Argentina. A mí me tocaba participar una vez más en la presentación de un libro de mi difunto tío, Néstor Ortiz Oderigo, Latitudes africanas del tango , escrito en 1988 y publicado por la editorial de la Universidad de Tres de Febrero, que desde 2007 se viene ocupando de la edición de la obra póstuma de ese otro apasionado antropólogo africanista que fue el hermano de mi madre.
Aunque el haber frecuentado a Néstor y padecido sus rabietas antirracistas me permitiera comprender las pataletas de Pablo, todas de la misma índole, no dejaba de temer por eso que alguna inconsciente metida de pata volviera a ponerme en el banquillo de los acusados, tal como ya había sucedido cuando, durante la presentación del segundo de estos libros en la Feria del Libro, anuncié alegremente la llegada de los tambores africanos y Pablo me fulminó con un "no son africanos, Alicia; son afroargentinos. Si alguien viniera a tocar el bandoneón, ¿anunciarías una música alemana?".
Por suerte, la noche del 21 transcurrió en paz y en compañía. Tras las palabras de la profesora Dina Picotti, a la que se le debe la idea de publicar esta obra que vegetaba inédita en un cajón, y las de Pablo Cirio, que se refirió a Ortiz Oderigo como a un visionario que "nos enseñó a pensar en tres", vale decir, a considerar los orígenes blancos, negros y aborígenes de la cultura argentina -y que, por eso mismo, debió enfrentar la incomprensión de su tiempo-, volví a contar la historia de mi tío.
Una historia muy simple: Néstor comenzó a interesarse por la música de los negros cuando tenía 14 años, y escribió incansablemente sobre el tema hasta los 85, cuando murió. Lo del medio es lo más triste: tras publicar una vastísima obra, recibida con respeto en la Argentina y en el mundo, terminó por aceptar la desmemoria a que lo relegaba su país, que con sus propios intelectuales suele no ser muy tierno, y, encerrándose en su casa, rodeado por su museo personal de tallas y tambores venidos de Africa, dejó de preocuparse por publicar, aunque no de escribir hasta su último aliento.
Cuando, después de su muerte, entré en su modesto departamento de la calle Oro, encontré varias cajas repletas de manuscritos prolijamente preparados para una utópica imprenta, con índice, notas y bibliografía. Ahora, la utopía se ha realizado, y Pablo Cirio ha podido someter ese rico material a una revisión crítica y actualizada, en la que pone los puntos sobre las íes con el tonito ríspido que le es habitual, pero en la que saluda al estudioso que, secretamente -cito sus palabras-, nos dejó este mensaje: "Para nuestro orgullo blancoeuropeo, la prosapia negra del tango representa una piedra en el zapato. La Argentina no fue ni es el país blancoeuropeo que imaginaron nuestros abuelos, sino parte indisoluble de Afroamérica. No nos diferenciamos del resto del continente por no poseer población negra, sino por no asumirla como parte de nuestra identidad. Como sucedió en otros países de América, por nuestra sed de enriquecimiento y de poder fuimos cómplices de la trata esclavista. No veo por qué ahora deberíamos diferenciarnos de lo que pasó y sigue pasando en esos países".
El carácter patriótico del encuentro en la casona del Abasto tuvo un doble motivo. Por una parte, me felicité, como argentina, de que la Universidad, al cumplir escrupulosamente con el ritmo de las publicaciones (ya van tres libros publicados y se prepara el cuarto), estuviera subsanando el injusto "ninguneo" al que fue sometido en el país Ortiz Oderigo. Y por otra, Pablo Cirio añadió lo suyo al festejo, proyectando las fotografías de varios músicos legendarios, todos ellos de ascendencia africana : Carlos Posadas, Gabino Ezeiza, Gregorio "Soti" Rivero, Enrique Maciel, Leopoldo Ruperto Thomson, apodado el "Africano", y Ricardo Justo Thomson.
A medida que iba mostrando los retratos, el antropólogo transmutado en director teatral llamaba por su nombre a unas señoras y señoritas que ocupaban las primeras filas. Tres de ellas eran negras. Las otras, a primera vista, no. Pero todas se reivindicaron orgullosamente como afrodescendientes. Eran las hijas, nietas o sobrinas de esos creadores del tango negro, o, como dijo Pablo, "creadores del tango, a secas, ¿acaso todo tango no es negro?".
Terminado el acto, que abundó en lágrimas y abrazos, Leticia Montero, la única de entre todas ellas cuya piel luce visiblemente oscura, me confió: "Siempre, desde el colegio, me han preguntado de dónde soy. Y yo siempre he contestado lo mismo: soy más argentina que la mayoría de ustedes. El barco donde vinieron mis antepasados es muy anterior al barco donde vinieron los inmigrantes. Nosotros estamos acá desde hace cinco generaciones".
La conversación, iniciada en un aparte, siguió, como corresponde, ante una pizza, menos antigua, pero no menos representativa de lo nuestro. Quizá para dilucidar las interrogaciones y sus respuestas, Leticia Montero ha decidido convertirse en psicóloga, y no en cantante como su tía, la célebre Rita Montero, ni en música como su madre, Orfilia del Carmen Rivero, la hija de Soti, ambas allí presentes y ambas pertenecientes a una vieja y conocida familia que había formado un grupo de jazz, Los Diamantes Negros. Una conversación que sirvió para que Leticia siguiera desarrollando el tema que la hiere desde su infancia: en la Argentina se extranjeriza lo negro, como si negro y argentino fueran irreconciliables.
A fuerza de aguantarse que le preguntaran de dónde es, ella se ha inventado una respuesta pedagógica dividida en tres partes: "¿En el colegio no te enseñaron que el 25 de Mayo había negras vendiendo pastelitos?"; "¿Te parece que yo hablo con acento?", y, para terminar: "¿Por qué tendría que ser de otro lado?". Como esta tercera parte del cuestionario -contestar a una pregunta con otra- me pareció típicamente judía, Leticia me contó riendo que su marido es un judío húngaro, rubio y de ojos celestes, pero agregó: "Lo típico del racismo es que todos me digan que yo tuve mucha suerte al casarme con él, pero que a nadie se le ocurra pensar que él también la tuvo".
El racismo argentino al que alude Leticia no es agresivo y abierto como el de tantos otros países, sino oculto y suavecito. Ella, sin embargo, lo percibe. Ese racismo se manifiesta en lo que ella llama "respingo": un ligero sobresalto que le hace ver la extrañeza, cuando un paciente nuevo viene a verla, o cuando ella se presenta para aspirar a un cargo (es la primera y exitosa universitaria de su familia). Diferente del racismo común en países donde la presencia negra resulta indiscutible, se trata de una sorpresa originada en una negación: desde siempre nos han asegurado que en la Argentina no quedan negros, menos aún psicólogos. Lo he oído decir desde mi infancia: así como los indígenas desaparecieron sin dejar rastros durante la Campaña del Desierto, los negros se evaporaron como por ensalmo durante las epidemias de cólera y de fiebre amarilla.
La persistencia de esas dos ilusiones es tal que se sobrepone a lo que una simple mirada bastaría para discernir, en los libros de historia (Sarmiento y Rivadavia no descendían precisamente de vikingos) o, simplemente, en la calle. "Los negros siguen ahí -dijo Dina Picotti-; se han mezclado, se han fundido, pero siguen ahí." "Considerarlos cosa del pasado -añadió Pablo- y limitar su influencia al aporte que nos han dejado es reproducir mecanismos coloniales basados en la utilidad. Lo que realmente importa no es lo que nos aportaron, sino lo que son."
Una pregunta me quemaba la lengua y, animándome a ser reprendida por el fervoroso antropólogo, me atreví a formularla: "Bueno, pero ¿cuántos negros o descendientes de negros hay en la Argentina?" "¿Para qué medir? -me respondió-. El censo no es la única herramienta. Existen grupos étnicos pequeños en las cifras, pero simbólicamente importantes. El verdadero modo de medir esta variable es esta pregunta: «¿Usted se considera afrodescendiente?».
"Pero la realidad fundamental es que los argentinos somos todos mestizos. El error de pensarse africano es similar al error de pensarse europeo [recordé mi propio error con los tambores, no africanos sino afroargentinos, y me achiqué en mi sitio]. "Ustedes -agregó, dirigiéndose a Leticia- deben ser explicativos y desmantelar los mecanismos de la invisibilización." "Es difícil", murmuró ella.
Los barcos negreros siguieron llegando a Buenos Aires hasta 1861. Aunque la libertad de vientres se decretó en 1813, y aunque la Constitución de 1853 abolió definitivamente la esclavitud, la verdad fue otra. Entre las últimas camadas de esclavos negros, se cuentan los que trajo en 1850 el almirante Brown, que, después de su retiro como marino, se dedicó al comercio esclavista.
En vista de la calma reinante, me permití preguntar si los esclavos, entre nosotros, habían sido "bien tratados" como siempre se dijo. "Ese es otro de nuestros mitos -contestó Pablo-. Los historiadores blancos han contado la historia como han querido. Es cierto que en Buenos Aires tuvimos negros de servicio, pero ¿es tratar bien arrancar a alguien de su país y hacerlo trabajar gratis? Eso, sin contar las plantaciones de caña de azúcar de Tucumán, donde menudeaban los latigazos igual que en Cuba o en Brasil." "Los Montero y los Lamadrid eran de allí -deslizó Leticia, y, con un tono casual que, como quien no quiere la cosa, nos sumergió en el seno mismo de la historia, relató. Yo conozco a una señora cuya tatarabuela vino con Brown. Muchos conocemos los nombres de los barcos en que viajaron nuestros antepasados. Con respecto al maltrato, mi tía Rita trabajó en una película, El grito sagrado , donde hacía de negra cocinera y recibía sus buenos azotes. ¿Qué quiere decir "tratar bien"? Si cantábamos o bailábamos, eran doscientos azotes. Lo mismo por adorar a nuestros dioses o hablar nuestra lengua. ¿Y Rosas, que nos quería tanto? De repente estiraba la mano sin avisar, y si el negro que estaba parado atrás no le ponía rápido un mate, lo mandaba a azotar. Esto no lo saqué de ningún libro, en casa se contaba." Pensé que tenía razón sobre la antigüedad de su linaje: ¿en cuántas casas de argentinos se conocen en detalle las costumbres de don Juan Manuel?
Ortiz Oderigo comienza su libro hablándonos de los "buques fantasma", que, cargados de "hombres con dueño", llegaban a nuestro puerto desde el Congo, Angola, Mozambique y Benín, trayendo hasta nosotros dos culturas: la bantú y la sudanesa. En 1730, dice, la Gran Aldea contaba con cincuenta mil habitantes, de los cuales veinte mil eran negros. Pero considerar que todo esto pertenece a nuestra prehistoria es tan negador como no observar en nuestro rostro argentino las huellas de esos pueblos que nos dejaron, además del tango (y de la zamba o la chacarera), su propia sangre. Entre los espléndidos festejos del Bicentenario, pudimos ver un barco de inmigrantes que surcó la avenida 9 de Julio con su fantástico oleaje. Las buenas intenciones de los organizadores, sin duda convencidos de que la trata de negros fue muy anterior a 1810, no permitieron incluir en el desfile a los antepasados esclavos de Gabino Ezeiza o del "Africano" Thomson.
En ese sentido, y muy modestamente, la fiestita recordatoria de la Casa de Gardel (cuyo guitarrista, el negro Ricardo, intentó infructuosa y gratuitamente enseñarme a tocar la guitarra, en el París de los años 60) pretendió subsanar un olvido imperdonable. Es un olvido que nuestra patria debe reparar, no por ser la sola culpable de un comercio tan indigno (una potencia negrera como Francia lo fue bastante más, y ya no duda en admitirlo golpeándose el pecho), sino para reconocerse a sí misma de una vez por todas. En la recordación de nuestros primeros 200 años de vida, la presencia de un barco del que descienden hombres encadenados habría significado, por fin, la aceptación de lo que somos.
© LA NACION

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