domingo, 2 de mayo de 2010

El Dios débil del nuevo cristianismo

En un bello pasaje de "El ocaso de los ídolos", Nietzsche nos cuenta que el mundo real se ha convertido en un sueño. Fue el mundo platónico de las ideas el primero que nos dio la idea del mundo real. Más tarde, el mundo real fue concebido como la tierra prometida tras la muerte (al menos para los virtuosos). Más tarde, para Descartes, el pensamiento del mundo real era la prueba de las ideas claras y distintas (pero sólo en mi mente). Con el positivismo, el mundo real pasó a ser el mundo de las verdades experimentalmente verificadas y, por tanto, un producto del científico experimental (después de todo, más que observar la naturaleza, el científico moderno la estimula y espera como respuesta el surgimiento de algo específico). Llegados a este punto, el así llamado mundo real se ha convertido en una historia que nos contamos los unos a los otros. Es difícil aceptarlo, pero en la actualidad vivimos en una narración del mundo de este tipo.
Al vivir en esta narración del mundo, que hemos creado nosotros mismos, ya no somos capaces de ver la naturaleza: sólo vemos nuestro mundo, un mundo que ha sido crecientemente organizado a través de series enteras de entidades tecnológicas. Cuando hablamos acerca de nuestras necesidades naturales, mencionamos cosas como el ascensor o el cine, cosas que no son en modo alguno naturales, pero que se han hecho habituales en nuestras vidas y aparentemente indispensables.
¿Qué sería de nosotros si tuviésemos que sobrevivir en un mundo en el que nos dejaran totalmente solos?

Nuestras necesidades naturales están definidas por aquello en lo que estemos inmersos, sea lo que sea. Pero no son en absoluto naturales, más bien están estimuladas por la publicidad, condicionadas por la tecnología, etc. Nuestro mundo se ha convertido en un sueño en muchos sentidos. Presenciamos un accidente de coche y corremos a casa para verlo en la televisión: lo que se emite por la televisión está pensado para proporcionarnos una intensa sensación de realidad. Sólo somos capaces de ver el accidente en su completa realidad a través de la televisión: el limitado punto de vista desde el que lo presenciamos en la calle no nos basta. Vivimos en esta realidad televisada local y globalmente, día tras día.
El pensamiento débil.

Que el mundo real se convierta en un sueño también puede expresarse en términos del nihilismo de Nietzsche. Mientras el mundo objetivo se consume a sí mismo, da lugar a una transformación subjetiva no de individuos, sino de comunidades, culturas, ciencias y lenguajes. Esto es lo que teoricé con la noción de pensamiento débil. Si hay una línea emancipatoria en la historia del hombre, tal emancipación no habrá sido fruto de la realización final de una esencia dada definitivamente (lo que significaría que, en cierto modo, deberíamos retornar a nuestro estado de inocencia originaria anterior a nuestro pecado original). Debemos realizar siempre una transformación, desde el momento en el que la naturaleza abre camino a lo cultural, o lo material, a lo espiritual. Esto es lo que Hegel quería decir cuando habló de hacer del mundo la casa del hombre. No es diferente del esfuerzo de hacer de la propia casa un hogar. La decoración de una casa no depende únicamente de conseguir muebles cómodos o de crear un entorno acogedor. Una vez que está todo terminado, si algo se ha perdido o está fuera de su sitio no podemos evitar notarlo enseguida. Lo que hace de nuestra casa un hogar es el orden artificial que establecemos.
Baudelaire escribió algo fantástico: “Allí donde he encontrado virtud, he encontrado siempre algo antinatural”. Es siempre de este modo: la naturaleza es el mundo en el que el pez grande devora al chico. No es un lugar de leyes. La virtud es diferente por cuanto está determinada no por la naturaleza, sino por la cultura. Es también algo que trasciende. En este sentido, la emancipación consiste actualmente en el proceso de secularización, en tener una mejor comprensión del sentido de las Escrituras leyéndolas espiritualmente. Max Weber explicó que el mundo capitalista se fundó en la base de cierta interpretación de la ética protestante. Ahorro, disciplina, contención y represión de los impulsos inmediatos son fundamentales para la constitución del orden del capital. Así, el mundo moderno se formó aplicando, transformando y algunas veces incluso confundiendo el contenido de su tradición, que es primariamente una herencia bíblica.
¿En qué punto termina este continuo proceso de transformación? ¿Cuáles son sus límites? ¿O acaso hemos llegado a un punto donde no hay más límites, donde podemos simplemente hacer lo que queramos?

No, puesto que, aunque el acontecimiento del cristianismo pone en funcionamiento los procesos de secularización, podemos también encontrar en las Escrituras un límite a la secularización y, por tanto, una guía para la desacralización: la caridad. Si leemos atentamente los evangelios o los escritos de los padres de la Iglesia, nos daremos cuenta de que, al final, la única virtud que queda es siempre la caridad. Con San Pablo aprendemos que las tres grandes virtudes son la fe, la esperanza y el amor, «pero la más grande es el amor»; incluso la fe y la esperanza acabarán en un punto u otro. Como nos enseña san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
El lenguaje de Dios.

Este es un mensaje liberador y, al mismo tiempo, incómodo, en el sentido de que sugiere, en relación con el amor, que cualquier otra cosa asociada a la tradición y la verdad del cristianismo es prescindible y bien puede ser considerada mitológica. Por ejemplo, no sé si Dios es realmente tres personas en una, según la definición que da de él la teología clásica trinitaria. Podría parecer indispensable pensar de este modo, pero seguramente hoy no quemaríamos a nadie por hereje por no creer en la trinidad. En vez de aplicar la mano dura de la autoridad de la Iglesia para reforzar la cohesión doctrinal, hoy invitaríamos a los disconformes a que pensaran un poco más acerca del problema. Pero todo sea dicho, cuando uno piensa en tales cuestiones, en lugar de resolver el debate, a menudo llega a dificultades ulteriores. Por ejemplo, cuando pienso en el lenguaje masculino de Dios como padre, no puedo sino maravillarme de por qué Dios debe ser padre y no madre o alguna otra forma de paternidad. El lenguaje de Dios como padre es, obviamente, un lenguaje alegórico. Y una vez que comienzas este camino, no sabes dónde podrás acabar. La cuestión, por tanto, es si uno puede seguir rezando el Padre Nuestro tras reconocer que está culturalmente condicionado. Mi respuesta es que sí, puesto que, cuando rezo, sé precisamente que las palabras que estoy usando no intentan representar cierta verdad literal. Rezo con esas palabras más por el amor a una tradición que por el amor a cierta realidad mítica. Es como la relación que podamos tener con un pariente anciano. Sería insensible pretender que nuestros abuelos compartieran nuestras ideas políticas. Ciertas cuestiones es mejor dejarlas aparte. Podemos tener un respeto especial por su experiencia y el lenguaje que heredaron. En este sentido, las relaciones interpersonales tienen mucho más que ver con la caridad que con la verdad.
¿Los científicos lo son por su amor a la verdad o por su amor a formar parte de la comunidad científica que les permite desarrollar ciertos discursos y en la que encuentran ciertos interlocutores?

Cuando el filósofo Jürgen Habermas habla de racionalidad, admite que la racionalidad consiste en introducir argumentos que pueden sostenerse razonablemente en diálogo con otros. No dice que la racionalidad o la verdad sean lo que corresponde a la “cosa en sí misma”.
La noción de verdad ha cambiado desde San Agustín; pero el giro agustiniano hacia el interior es ya un paso adelante respecto de la noción de verdad objetiva, puesto que una vez que hemos vuelto la vista hacia adentro, también podemos intentar escuchar a otros como nosotros. En nuestros días, la verdad está cada vez más determinada por el acuerdo con los demás. Hemos dicho: “No estamos de acuerdo con que hemos encontrado la verdad, y quizá no podemos estarlo, pero sí podemos decir que, al menos, hemos encontrado alguna verdad cuando nos hemos puesto de acuerdo en algo”. Esto significa, también, que en el lugar de la verdad, hemos puesto la caridad. Es como lo que escribía Dostoyevski hace un siglo: si se viese forzado a elegir entre Cristo y la verdad, elegiría a Cristo. Este sentimiento contrasta con lo que Aristóteles tuvo que decir sobre su maestro Platón: “Amicus Plato sed magis amica veritas” (“Platón es un amigo, pero más amiga es la verdad”).
La violencia de la metafísica.

A lo largo de los siglos, los inquisidores han estado más de acuerdo con Aristóteles que con Dostoyevski en este punto, y el resultado ha sido que, aunque no todas las metafísicas han sido violentas, la gente violenta de gran influencia ha sido metafísica. Si Hitler sólo hubiese odiado a los judíos de su vecindario, habría quemado sus casas; pero cuando comenzó a teorizar acerca de la naturaleza general de los judíos fue mucho más peligroso; así, se sintió justificado en sus esfuerzos para exterminarlos a todos. No creo que sea difícil de entender. Nietzsche es muy explícito en este sentido. De acuerdo con sus teorías, la metafísica es, en sí misma, un acto de violencia, porque quiere apropiarse de las “regiones más fértiles” –esto es, de los principios primeros– para dominar y controlar. En las primeras líneas de la Metafísica, Aristóteles confirma este planteamiento cuando dice que el sabio es el que lo conoce todo. Al conocer las causas primeras, el sabio lo sabe todo y así se supone capaz de controlar y determinar todos los efectos. Nuestra tradición está dominada por la idea de que sólo podemos movernos y actuar libremente si tenemos unos fundamentos estables. Pero el fundacionalismo filosófico no promueve la libertad. Su propósito es más bien el de conseguir algún efecto deseado o consolidar cierta autoridad. Cuando alguien quiere decirme la verdad absoluta, es porque quiere tenerme bajo control, bajo su mandato. ¿Es entonces de extrañar que nos repitan una y otra vez: “Sé un hombre” o: “Haz lo que debes” cuando los que están en el poder mandan a otros a la guerra? ¿Qué relación tiene este discurso con el cristianismo?
No hace mucho, en Turín, participé en un debate con Gadamer, que falleció hace sólo un año. Había sido mi profesor. Algunos han dicho que, en los últimos años, Gadamer había desarrollado una suerte de actitud hermenéutica religiosa que se veía reflejada en sus frecuentes diálogos sobre la religión y las tradiciones religiosas. Además, hablaba cada vez más a menudo acerca del bien. El giro hacia la religiosidad en su filosofía fue, fundamentalmente, resultado de su hermenéutica. Es decir, si no hay una verdad objetiva definitiva, una verdad alrededor de la cual debemos reunirnos todos (para bien y para mal, lo deseemos o no), entonces la verdad ocurre en el diálogo. La verdad de Cristo viene a enseñarnos que la Iglesia no es una verdad completa; su mensaje crece con la historia. De modo similar, no podemos leer a Platón sin tomar en consideración la historia de la interpretación de Platón. Lo que parece natural es, de hecho, histórico.
Después de todo, ¿es acaso sorprendente que cuando los estudiantes de secundaria escriben poesía, sus poemas suenan justo como los de Giovanni Pascoli? Aquí es donde la hermenéutica de la sospecha de Nietzsche es de utilidad: si algo nos parece absolutamente autoevidente, debemos desconfiar. Es probablemente alguna trampa que nos han introducido en el cerebro. Podemos estar seguros de cualquier cosa excepto de nuestras más preciadas certezas, puesto que, probablemente, fueron nuestras tías, nuestros abuelos, nuestras Iglesias y autoridades, y nuestros medios de comunicación los que nos las transmitieron y se dedicaron a evitar que nos las pensáramos dos veces.
Tal y como lo veo, el cristianismo se está moviendo en una dirección que no puede sino iluminar o debilitar su carga moral en favor de su caridad práctico-moral. Y no solamente se da un debilitamiento de sus concepciones morales y metafísicas, sino que con esta transformación, la caridad reemplazará a la verdad. Después de todo, ¿se supone realmente que los católicos tienen que luchar, primero con los protestantes porque no aceptan la autoridad del Vaticano, y después con los budistas y los hindúes porque no creen que Dios sea tres personas en una? ¿Realmente se supone que debemos creer que el Dalai Lama irá al infierno porque no es católico? No, ellos discuten cómo avanzar mutuamente en la dimensión espiritual de la vida humana, y probablemente hacen concesiones en muchos aspectos.
La religión del amor.

El futuro del cristianismo, y también el de la Iglesia, es el de convertirse en una religión de puro amor; cada vez más pura. Hay una canción de Iglesia que resume esta idea y nos muestra cuán lejos estamos de realizar esta promesa: “Cuando hay amor, también hay Dios”. Como muestra este himno, mi lectura del cristianismo no es tan extraña o heterodoxa. Tal como afirmó Cristo: “Cuando dos o más de vosotros os encontráis en mi nombre –no puedo evitar preguntarme si en lugar de «mi nombre», Cristo podría bien haber dicho “caridad”–, yo estoy con vosotros”. Caridad es la presencia de Dios. Es difícil imaginar que, al final, algunos serán condenados por ser budistas, otros por ser musulmanes, etc. Yo digo, al contrario, que nosotros seremos condenados, o, más precisamente, nos condenamos a nosotros mismos en la Tierra, cuando chocamos unos contra otros, cada cual convencido de que posee al Dios verdadero.
Con esto, no pretendo lanzar el habitual mensaje de tolerancia, sino más bien hablar del ideal de desarrollo de la sociedad humana y, por tanto, de la progresiva reducción de todas las categorías rígidas que llevan a la oposición, entre ellas las de propiedad, sangre y familia, además de los excesos del absolutismo. La verdad que nos hará libres es verdadera precisamente porque nos libera. Si no nos libera, debemos desecharla. Así que rechazo admitir que esto (el pensamiento débil, con todo lo que implica) es solamente una hermosa manera de predicar tolerancia. Es mucho más que eso: es un proyecto de futuro que contribuye a la progresiva eliminación de muros (por ejemplo, el muro de Berlín, las leyes naturales construidas como un muro que limita la libertad de los individuos, o la ley interesada de las corporaciones que erige un muro entre su éxito y el bien común).
Recuperar este mensaje de caridad nos permite aligerarnos de cargas dogmáticas y dejar entrar un nuevo espíritu de ecumenismo en la Iglesia. Desde luego, este es también el mensaje de la hermenéutica, de Gadamer y de gran parte de la filosofía contemporánea (la totalidad de la cual ha sido bien acogida). Ha llegado el momento de que el cristianismo realice este destino no religioso, que le pertenece.

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